lliria, 28/05/21
Parque Central. Fuente: Pixabay
A Reme le gustaba dar largos paseos en solitario por la ciudad. Sentía el mimetismo entre ella y el entorno urbano, pero también el contraste entre las prisas ajenas y la propia calma. Esta sensación le confería un extraño goce: el de ver sin ser vista. Durante las tardes de otoño se complacía al sentir el crujido de la hojarasca amarillenta bajo sus pies mientras caminaba por los jardines del bulevar. Aquel espacio de tierra y de árboles centenarios encorsetado entre el asfalto y el tráfico suponía para ella un lugar de retiro.
Y para el desconocido probablemente, también.
Se habían cruzado alguna vez. A simple vista le pareció un hombre elegante, a juzgar por la sobriedad de su traje oscuro. También le llamó la atención aquella actitud ensimismada mientras fumaba despreocupado un cigarrillo. Debía duplicar sus veinte años, calculó ella, a la vez que observaba en el hombre un cierto aire bonachón. Lo siguió con la vista hasta que él entró en un edificio acristalado que reflejaba el destello ígneo del sol poniente entre las hojas ocres de los árboles.
A medida que pasaban los días Reme se iba fijando en más detalles del desconocido. Llegó incluso a asimilar su fugaz presencia como un elemento necesario en el bulevar, como los árboles o las fuentes que allí se hallaban. Parecía que sin él su paseo no era el mismo. El hombre, por su parte, seguía su camino de manera distraída, sin reparar en ella. En esos instantes Reme empezaba a albergar un deseo aún no formulado, un sentimiento vago, difuso, pero que relacionaba con la soledad que imperaba en las grandes urbes como aquella.
Comenzó el invierno. El frío por esas fechas no invitaba al paseo, pero ni Reme ni el desconocido se daban por enterados. Ambos parecían seguir un curioso hábito, quién sabe si por el mismo motivo, o no. Lo cierto es que se encontraban cada tarde a la misma hora. Para Reme, antes de que pudiera darse cuenta, coincidir con el misterioso hombre se había convertido en una necesidad, mientras que él pasaba por su lado como una sombra silenciosa, sin tan siquiera mirarla.
Fue una de esas noches de frío lacerante cuando, al pasar junto al hombre, éste la miró. Aquella mirada instantánea, casi un parpadeo, reveló un brillo de reconocimiento. Ahora, para él, ella existía, la tenía en cuenta dentro de su universo. Los días que siguieron encontrándose, él la miraba fugazmente. Luego, seguía su camino. Reme llegó a pensar que se había establecido entre ellos un vínculo por medio de ese sutil y delicado hilo que era la mirada. A partir de ese momento supo que su deseo había sido romper con la invisibilidad en la que nos envuelve el anonimato urbano.
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