lliria, 12/03/21
Harbor Sunset Girl. Fuente: Pixabay
Mi primer recuerdo es el mar. El sol, esfera anaranjada, proseguía su regreso a la línea del horizonte, y sus rayos descendían sobre el ondulante estaño de las aguas. Desde la ventana me recreaba contemplando la actividad del puerto a última hora de la tarde. Bajo el chillido de las gaviotas en su vuelo circular se balanceaban las barcas amarradas. Algunos habían colocado sus cañas a la espera de algún pez, y otros se dedicaban a pasear por el muelle con la misma despreocupación con la que yo les observaba. Y, de pronto, volví mi mirada hacia el lugar donde me encontraba. Era un diminuto apartamento de decoración sobria, casi austera, dando a entender así el escaso uso que hacían del inmueble sus moradores.
Comencé a caminar en silencio. A través de las paredes percibía murmullos sofocados, y entré en una de las habitaciones de donde parecía que provenían. La escena del hombre de cabellos grises junto al niño de corta edad me produjo cierta sensación de placidez. Inclinados sobre una vieja y carcomida mesa, pasaban las páginas de un cuaderno escolar. El anciano explicaba una lección con un tono de voz en cuya nostalgia había algo conmovedor. De repente, el pequeño le interrumpió:
—Abuelo, hace frío.
—Es verdad. Encenderé la estufa.
Di media vuelta y salí. Atravesé el salón, donde el resto de la familia estaba sentada casi en penumbra delante de un viejo televisor. La única bombilla de la estancia, que pendía sin más de un cable en el techo, daba a sus rostros un aspecto irreal, casi fantasmagórico. Regresé junto a la ventana. No había ningún cambio en el exterior salvo la luz crepuscular que teñía el cielo y el agua de un tono cárdeno.
Un súbito arrastre de sillas y un grito me hicieron volver la cabeza hacia la familia. Estaban todos junto a la puerta. Sombras negras agrupadas entre las que sólo pude distinguir ojos desorbitados hacia donde me encontraba. Uno de ellos, quizá la abuela, echó a correr a la cocina, en busca de algún amuleto protector según alguna absurda superstición de su pueblo. En silencio les miré fijamente, con el mismo estupor y quizá también con cierta nota de desafío:
“¿Qué pasa? ¿Acaso no puedo estar aquí?”. Y entonces, recordé…
Mi último recuerdo fue el mar. Nadaba en vano contra la marea que me arrastraba hacia adentro. Luchaba por alcanzar una boya roja, cada vez más pequeña y lejana. Me dolían los brazos, me faltaba el aire…
Todo a mi alrededor se convirtió en agua y en burbujas que, al igual que yo, luchaban por salir a la superficie.
Y, a la vez que algo helado me invadía, caí en la cuenta. No he estado dormida…
¡No he estado dormida!
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