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MEDITACIÓN DE THAÏS

Cada fracaso le enseña al hombre algo que necesitaba aprender” (Charles Dickens)


lliria, 19/03/21.















Jonás se sobresaltó. Durante un momento creyó que por la esquina asomaba el uniforme de un policía local. Pero no. Era un chándal oscuro con una franja fluorescente. Sólo cuando el sudoroso deportista, demasiado fatigado ya para seguir corriendo, pasó de largo – no sin mirar con curiosidad por unos segundos al asustado muchacho –, Jonás retomó su tarea.

¿Qué iba a hacer? ¿Pedir un permiso al ayuntamiento? Le pareció ridículo, y un abuso hacia él. Sólo iba a quedarse en la ciudad como mucho un día. Ya tenía el billete de tren para dirigirse a la capital, donde iba a presentarse para la prueba. Ahora sólo necesitaba unas cuantas monedas, lo justo para comer esa jornada. Con un par de menús en cualquier hamburguesería se conformaba. Pero para eso tenía que tocar.


La prueba. Se preguntaba si sería capaz de superarla. No demasiados años atrás la sola idea le hubiese causado risa. Claro que, también le habría parecido ridículo encontrarse en la situación en la que estaba ahora. Él. Jonás Márquez.


Una imagen le punzó la boca del estómago. “Si todavía te duele es porque no has alcanzado la humildad necesaria”. A menudo se preguntaba de dónde manaba esa sabiduría interior que a veces lo guiaba con tanta sensatez. No lo sabía, pero le proporcionaba serenidad. Algo que todavía necesitaba tanto.


Apoyó el violín entre su clavícula y su barbilla, y esgrimió el arco, en un gesto ya automático tras tocar horas y horas después de dos décadas, desde los cuatro años. Empujó con el pie el estuche abierto de su instrumento a la espera de alguna moneda y comenzó a tocar. ¿Qué tal algo suave para comenzar? Una pieza como Méditation de Thaïs. Mientras tocaba, dejó que su mente vagara en libertad. No podía hacer nada. El recuerdo se abrió paso en contra de su voluntad, lacerándolo. Pues bien. Eso daría más vida a la interpretación.


De nuevo le invadió la sensación de salir al escenario, frente a un gran auditorio. El recuerdo era sólo un espectro, pero que ya no existiera no significaba que hubiese perdido intensidad. Creyó que volvían a sudarle las manos, que una sensación de sequedad en la boca y de vértigo le llevarían a perder el conocimiento. Las luces del escenario le deslumbraron con un fogonazo. “Eso es por la dilatación de las pupilas”. Los aplausos martilleaban en su cabeza y le sentenciaban a no echarse atrás. Iba interpretar como solista el Concierto de Violín Nº3, de Mozart, con la prestigiosa Filarmónica Checa. A pesar los ensayos previos, en esos momentos tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no echarse a llorar. ¿Recordaría la partitura? En aquellos instantes, trató de dominar el pavor ante las lagunas. Líneas enteras del pentagrama vacías como una tenebrosa alambrada. Nunca antes le había pasado. En realidad sí, pero los fallos en la memoria habían sido sólo durante unos segundos, y los había superado en otras ocasiones en cuanto había comenzado un concierto. Pero aquella vez era distinto. Algo no iba bien. Hizo todo lo posible porque no se le notase la respiración acelerada, ni el rostro descompuesto. El director espero los segundos de cortesía para que el solista se acomodase y se concentrara. En ese momento Jonás advirtió el peso del silencio, un silencio opresivo como jamás había experimentado. Él mismo tuvo que carraspear para despejar el vacío sonoro, y entonces advirtió el gesto de extrañeza del director. La orquesta pareció removerse en sus asientos. “Dios mío, hay que comenzar ya”. Pero no se sentía preparado. A pesar de ello, afianzó el violín e hizo un gesto imperceptible al director para que diese comienzo. Quizá al escuchar la entrada, Jonás se recompusiera. Los deliciosos compases de violines y clarinetes le ayudaron a recuperar parte de su concentración. Aunque sabía el momento preciso en que tenía que entrar, el gesto del director le recondujo. El violín que le habían cedido para el evento, un Stradivarius de 1730, era en todo insuperable. El mismo Jonás había comprobado lo bien engrasado del arco, y las clavijas y tensores estaban en perfecto estado. El prístino sonido pareció elevarse hacia el techo del auditorio para descender sobre el público como una bendición. Pero justo en ese momento, sucedió. No es que hubiese fallado una nota – eso era previsible hasta en los mejores –, sino que se quedó en blanco, incapaz de acometer el compás siguiente. Le invadió tal sensación de terror, que por unos instantes quedó paralizado, ante el murmullo del público, contemplando sin ver el suelo de madera del escenario. La orquesta había dejado de tocar, y el director lo miraba con la misma perplejidad con la que Jonás tenía fija la vista en el entarimado. El joven trató de balbucear una explicación, una disculpa, una súplica. Sólo logró entreabrir los labios, boquear como un pez fuera del agua, y retirarse de la escena a toda prisa. Sobre él cayó un mazazo, el del silencio del público. No iban a aplaudirle, por supuesto, pero tampoco le abuchearon. Era un mutismo respetuoso hacia Jonás, casi eximiéndolo, pero para él fue como una sentencia. Sus días como concertista estaban acabados.


Tardó un año en superar su angustia. La terapia había sido efectiva, pero a pesar de ello, Jonás no volvió a su actividad como solista. Era una responsabilidad para la que no se sentía preparado. Sin embargo, no quería renunciar a la música. Tenía que encontrar una solución intermedia. Y la solución se presentó.

En una ciudad cercana habían fundado una nueva orquesta sinfónica. Se habían convocado pruebas para diferentes plazas: violín, flauta, oboe, clarinete… todo un espectro instrumental por cubrir. Las pruebas serían duras, pero Jonás no había perdido la esperanza. Quizá en el grupo de segundos violines se sintiese más seguro, más integrado.

Quizá no volviese a sentirse solo en el escenario.


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