David Ribes Pallarés, 24/02/20
Está todo oscuro. Me encuentro en un lugar pequeño. Estrecho. Húmedo. Con un olor a vainilla intenso. Tengo los hombros caídos y espero allí apartado a que alguien abra la puerta y pueda salir a la calle, que me dé el sol, notar el viento, la lluvia, la nieve, en fin, tener la libertad deseada que me cuentan y oigo todos los días.
El despertador acaba de sonar. La luz del sol entra por la puerta entreabierta, noto una mano caliente que me coge. Por fin voy a salir a la calle. Por fin voy a ser libre. Hacía mucho tiempo que no me veía en un espejo. Me veo elegante, seductor, soy el típico abrigo negro largo, sencillo, pero que cuando me llevan encima, les sienta de perla y me pueden combinar con todo.
Salgo a la calle. Al fin soy libre. Nunca había observado tantos colores juntos. Me había pasado mucho tiempo colgado en una percha de tacto aterciopelado viendo cómo otras prendas salían del armario y yo me quedaba dentro. El día fue muy ajetreado y había vivido muchas aventuras, pero llegaba el momento de volver. De quedarme colgado en la percha aterciopelada. De volver al armario. De volver a la oscuridad.
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