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Vindicta

lliria, 11/06/21

Incendio forestal. Fuente: Pixabay


El hombre aparcó en un calvero del bosque. Salió del coche y mientras sacaba un bidón del maletero, sus ojos recorrieron de forma distraída el camino que lo había llevado hasta allí. La estrecha carretera ascendía entre abruptos desfiladeros cubiertos de árboles en cuyo fondo las casi desnudas choperas se amoldaban al lecho del río. El pueblo y su puente romano habían quedado muy lejos, detrás de los escarpes que cerraban el conjunto bajo un cielo azul ya casi violáceo.


Se adentró en la espesura antes de que anocheciese. En los últimos días, la brevedad de las horas de luz y el bosque alfombrado de hojas marchitas y secas eran las únicas señales de la proximidad del invierno. Estaba haciendo más calor del habitual y las lluvias aún no habían hecho su aparición en aquel otoño demasiado prolongado. El hombre alzó la mirada. Un viento cálido azotaba las copas de aquel bosque de robles, hayas y pinos. Comprobó que la dirección del viento no había variado. Tampoco lo haría en los próximos tres o cuatro días, si la predicción del tiempo estaba en lo correcto. No solían equivocarse. Y él tampoco. Sonrió para sí. Siempre había alardeado de conocer el bosque como la palma de su mano, y quizá por eso alguien le había pagado una suma que no había podido rechazar. De pronto se detuvo. Una ráfaga de aire fresco en dirección opuesta le había rozado la mejilla. No, no podía ser. Quizá había sido una impresión suya. Desde pequeño había oído a los mayores del pueblo decir que el bosque estaba encantado. Paparruchadas. Encantado estaba él, de pensar en las playas caribeñas y en las mulatas con tetas tan grandes como su cabeza que le esperaban. Dejó escapar una risita nerviosa y avanzó un trecho más. Aquí. Perfecto.


En la ladera donde ahora se encontraba, las montañas eran más elevadas, y los picos se alineaban y cerraban como las hileras dentadas de un escualo. Incluso la espesura parecía más compacta y tupida, hasta el punto en que los pinares parecían casi negros. Un foco aquí, otro más arriba, y en cuanto el viento los juntase, ardería todo como una tea. Él sólo tendría que correr en dirección opuesta, hacia el coche apostado junto al camino forestal. Alcanzaría sin dificultad la carretera secundaria, y adiós.


Abrió el bidón y vertió la gasolina sobre el primer punto. Al aplicar la cerilla, le sorprendió la virulencia con que brotaron las llamas. Sí, bueno, el monte estaba seco. Solo que no esperaba que tanto. Retrocedió con miedo ante la rapidez de las llamas en ascender por los troncos y alcanzar las copas. Una piña salió como un proyectil en su dirección, rozándole la cabeza. Echó a correr hacia donde debía activar el segundo foco. El aire comenzó a cargarse de humo y olor a madera quemada. En su carrera ladera arriba, se volvió para ver con espanto cómo las lenguas de fuego devoraban los árboles pero en dirección suya. ¿Cómo había podido cambiar el viento de dirección tan de repente? ¿Y cómo no lo había advertido? Las explosiones de piñas incendiarias se sucedían a sus espaldas, junto a los chillidos de bandadas de aves que volaban enloquecidas en todas direcciones, como nubes negras sobrevolando los muros de llamas que iluminaban el incipiente cielo nocturno. Cada vez le costaba más respirar y tosía con violencia anegada por el humo. Arrojó la lata a un lado y, con gran esfuerzo, luchó por alcanzar el coche. Sin embargo no podía encontrarlo. Debía haber errado el camino. Pero no podía ser, era imposible perderse en un lugar que conocía tan bien. Se frotó los ojos, luchando contra el picor que le impedía la visión. Miró en todas direcciones, aterrado por lo que tenía ya no sólo a su espalda, sino también en un lateral. Sin duda, el fuego se había extendido debido a las piñas que saltaban de árbol en árbol. El incendio le acotaba el espacio de huida, y rezó por encontrar el coche en el acceso libre.


Oh, sí. Allí estaba. ¿De verdad lo había aparcado detrás de unos matorrales y no en una zona despejada? Daba igual. Ahora lo importante era huir de unas llamas cada vez más altas y más cercanas. Estaba empapado en sudor y el calor era cada vez más sofocante. Sin embargo, su cuerpo y sus manos temblaban con violencia. Sólo quería escapar. Oh, Gran Dios, sácame de aquí, sácame de aquí. Subió al vehículo y arrancó a toda velocidad por el camino forestal. La visión por los retrovisores eran gigantescas cortinas de tornasoles rojos y naranjas que lo devoraban todo en su persecución. Ahora parte del incendio corría paralelo al coche, como si quisiese competir con él para adelantar y cerrarle el paso. Pisó a fondo derrapando en cada curva y temiendo en cada momento chocar contra un árbol. No recordaba el sendero forestal tan largo ¿Dónde estaba la maldita carretera? Respiró con algo de alivio al ver que las llamas no corrían ya tanto; parecía que las estaba dejando atrás.


—¡No!


Frenó en seco. Las ruedas derraparon arrastrando el vehículo hasta casi colisionar contra una pared de roca. ¿En qué momento se había salido del sendero? No, no me he salido del sendero. Es imposible. El navegador del coche le indicaba la dirección correcta, y él no se había desviado. Podía jugarse el cuello.


Salió del vehículo. El incendio seguía avanzando tras él, pero el sendero terminaba abruptamente en aquella pared vertical, dejando sólo un estrecho resquicio a su derecha entre varios árboles. De forma también inexplicable, a su izquierda, la pared de roca caía en un precipicio donde por sus muertos hubiese jurado que sólo había bosque. No tenía mucho tiempo para pensar; las llamas alcanzarían pronto el coche.


Se deslizó por el único recoveco que tenía libre, a su derecha, bordeando la pared de piedra y corriendo sin saber hacia dónde. No tenía la huida del todo libre, ya que múltiples focos parecían querer cercarle, y el sotobosque leñoso y reseco también ardía como si quisiese morderle las piernas. Avanzó a saltos, a trompicones, a gatas. Lloraba y suplicaba salir de allí con vida. No reconocía nada. Cada peñasco, cada ondulación del terreno le resultaban totalmente desconocidos. Como si el bosque hubiese cambiado. O como si fuese otro bosque distinto. De manera desesperada, alzó la vista al cielo para tratar de orientarse por las estrellas y saber dónde demonios se encontraba. El humo del incendio dejaba entrever un cielo sin estrellas, nublado, con una predicción meteorológica en todas las cadenas de televisión que anunciaban cielos despejados durante toda la semana. En su histerismo reía y lloraba a la vez. De pronto, dos palabras le fueron susurradas. En realidad no las escuchó, su cerebro las reprodujo con tal nitidez, que se giró de manera abrupta por si alguien (¿algo?) las había musitado junto a él:


… bosque… encantado…


Conque es eso. Te estás vengando de mí. Estás cambiando a cada paso que doy para desorientarme y cercarme. Maldito hijo de puta. No podía quedárselo en su interior. Tenía que gritarlo al bosque, al cielo o a quien carajo fuese para que no lo reventase por dentro:


—¡Maldito hijo de puta!


El sonido del crepitar de las llamas, de la madera y el follaje devastados por el fuego parecían sonar con una risa triunfal. Estoy delirando. Ahora sólo tenía una salida hacia adelante, y quisiera Dios que fuese camino del río. Hizo un esfuerzo por descender la ladera ante sí, mientras apartaba a patadas las pavesas que hacían saltar chispas a su alrededor. La temperatura se había incrementado de tal modo que creyó que la piel se le iba a acartonar encima, que los globos oculares se desintegrarían, que todo fluido iba a abandonarle.


Dio un grito y un salto hacia atrás. Un enorme ciervo salió de entre las llamas y a punto estuvo de arrollarlo. Vio con terror que no había sido un ciervo, sino algo en forma de ciervo. Una masa candente formaba su cuerpo y su pelaje en hilachas de vivos tonos amarillos y naranjas. La cornamenta de llamas. Los ojos de un rojo diabólico. Pasó ante él dejando escapar un bramido malévolo que se elevó por encima del ruido de las llamas en plena combustión. El hombre trastabilló y rodó ladera abajo. Pudo aferrase a tiempo antes de caer a lo que antes había sido el río. Ahora era un torrente de lava líquida.


Comprendió que el fuego lo tenía totalmente rodeado. Avanzó a ciegas, tosiendo, escupiendo y con la sensación de ahogo comprimiéndole los pulmones. Ante él, un árbol cayó desparramando chispas sobre su cuerpo. Ahora ya no podía avanzar. Se dejó caer en el suelo, sin fuerzas ya para moverse, ni gritar al sentir las llamas lamer su ropa y la carne.


—De acuerdo… has ganado.


Por la mañana, los bomberos ya habían extinguido el incendio. Sólo habían encontrado un cadáver carbonizado, el del presunto incendiario. El pequeño pueblo había permanecido en alerta, pero en realidad tan solo había ardido la ladera de una de las muchas montañas. Un anciano se dirigió a uno de los bomberos y señaló el monte con la punta de su bastón:


—¿Sabe usted? Ese monte tiene algo. Cuando la guerra, nos persiguieron a mis padres y a mí y corrimos a refugiarnos. Encontramos una gruta donde mi padre juraba por Dios que nunca hubo nada más que árboles. Allí escondidos, vimos pasar a quienes nos querían matar, mala gente, y les oímos decir qué dónde coño estaban, y eso que todos éramos de aquí y nos conocíamos el monte de arriba abajo.


El bombero se quedó mirando al anciano, y meneó la cabeza. Comenzó a llover. La lluvia acababa de extinguir los focos y lamía las heridas del bosque.


—Sabe cuidarse–concluyó el anciano—Y sabe quién lo cuida.

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